Original publicado en blog de #masacritica el día 01/06/2010.
Para construir un breve relato sobre cultura de masas hemos elegido varios autores que en diferentes épocas desde la Revolución Industrial hasta la Revolución Tecnológica han teorizado sobre este término, que como veremos resulta escurridizo y conflictivo, y cuyos orígenes podemos situar en la industrialización y urbanización de las ciudades en el s. XIX.
Clara Piazuelo en #MasaCritica: Cultura de Masas
Empezamos este recorrido en el s XIX, cuando a raíz de las migraciones del campo a la ciudad, muchos núcleos urbanos vieron cómo el número de habitantes crecía exponencialmente. Las clases humildes del ámbito rural acudían en masa en busca de trabajo y la clase trabajadora se aglomeraba en barrios donde vivía en condiciones misérrimas y apenas lograba satisfacer sus necesidades básicas. Esta situación dio lugar a que los obreros empezaran a organizarse para logar una solución colectiva, tomando conciencia de que su situación era un hecho social que los afectaba a todos. Así nacen los primeros movimientos obreros, creándose sindicatos, cooperativas, grupos de agitación y periódicos que van dando forma a una resistencia organizada frente a la explotación. Con estas acciones, la clase obrera europea fue desarrollando un conjunto de nuevos valores que la identificaban, diferenciándose de los ideales burgueses. Si la burguesía era individualista, la clase obrera basaba sus ideales en la cooperación y en el beneficio colectivo. De esta manera empieza a nacer una cultura propia de clase trabajadora que por primera vez en la historia, tiene un espacio alejado de la intervención de las clases dominantes.
Todo este proceso está maravillosamente documentado por el historiador inglés E.P Thompson en “The making of the english working class” (1963), quien explica que esta cultura bebía de fuentes principales: por un lado los productos y servicios proporcionados por los nuevos empresarios culturales para su beneficio. Y por otro lado, una cultura hecha por y para la agitación política de la nueva clase trabajadora.
Otro hecho fundamental para comprender la ingente literatura sobre las masas que surge a finales del XIX , y que se suma a la industrialización y al nacimiento de la clase obrera, son las revoluciones populares que demandaban el sufragio universal. Es en este contexto de agitación política, Matthew Arnold escribe “Culture and Anarchy” (1867), en parte para denunciar la presencia subversiva de las “masas primitivas e incultas”. Arnold creía que el derecho a voto había dado el poder a hombres que aún no estaban preparados para ejercerlo. Muchas de sus ideas se derivan de la crítica romántica del industrialismo del poeta romántico Coleridge quien también defenderá en sus escritos que la cultura tiene que servir para controlar las fuerzas ingobernables de la sociedad de masas. Matthew Arnold tuvo una enorme influencia en las políticas culturales desde 1860 a 1950 y su impronta puede observarse en los documentos fundacionales de los primeros Ministerios de Cultura europeos. Se inicia así una tradición que se alarga prácticamente hasta los años 60 donde la cultura es entendida como instrumento “civilizador de las masas”.
Ya en la década de los años 30, también en el Reino Unido, el crítico literario, F.R Leavis toma las ideas de Arnold para aplicarlas a la supuesta “crisis cultural” que está viviendo occidente. Esta crisis de la cultura tiene lugar por la aparición de los medios de comunicación de masas: la radio, la televisión, el cine, la publicidad… que invaden el tiempo de ocio de la sociedad. Aunque Leavis no lo llama todavía “industria cultural”, en su obra clave “Mass Civilisation and Minority Culture” (1930) se está refiriendo a los mismos productos que Adorno y Horckheimer -en su “Dialéctica de la Ilustración” que escribirán una década más tarde- y desarrolla la tesis de que la auténtica cultura “siempre ha sido mantenida por una minoría”, una idea que prevalecerá a lo largo del sXX, es decir, que la alta cultura es fruto de la creación individual, mientras la baja cultura es fruto de la serialización, homogeneización y está orientada al consumo de masas.
En esta misma línea y en el mismo momento en que Leavis teorizaba sobre la cultura de masas, en España, Ortega y Gasset, publica “La Rebelión de las masas” (1930). Gasset describe al hombre-masa, como el producto de una época caracterizada por la estabilidad política, la seguridad económica, el confort y el orden público. Observamos un giro de 180º con respecto a la idea de masa subversiva, puesto que para el filósofo madrileño, se trata de una masa adormecida y conformista, y a diferencia de Leavis o Arnold, Ortega y Gasset no habla de clases sociales, sino de clases de hombres, describiendo en la masa a un individuo hedonista y autocomplaciente, insolidario y mediocre.
En cualquiera de las visiones que estaban germinando en Europa, la idea de masa que se dibujaba era bastante peyorativa, pero esta percepción no mejora si analizamos el estado de opinión en Norteamérica. Durante los quince años posteriores al final de la Segunda Guerra Mundial, los intelectuales norteamericanos lideraron un intenso debate sobre la denominada “cultura de masas”, tal como ha documentado Andrew Ross en su libro “No Respect” (1986). En esta obra, Ross explica cómo muchos intelectuales atacan la cultura de masas desde diferentes frentes, como por ejemplo Dwight McDonald, quien escribió un ensayo muy influyente “A theory of mass culture”, citado cómo el origen del término “cultura de masas”, y en el cual afirma que esta adolece de falta de originalidad, que es parasitaria y que da lugar a subproductos culturales.
Asimismo, estos debates servirán para describir los rasgos de la auténtica cultura norteamericana en contraposición a la cultura de masas, entendida y descrita como los cultura de los “otros”. Ross explica que frente al ideal del liberalismo individualista términos como masa o clase, se asociaban a los regímenes comunistas, así la discusión intelectual sobre la cultura de masas constituía un terreno donde construir la ideología de la guerra fría. Un buen ejemplo lo constituye Bernard Rosenberg quien llega a afirmar que la riqueza de la sociedad estadounidense estaba siendo socavada por los efectos deshumanizante de la cultura de masas propia de la URRS.
Otra figura clave para ayudar a entender como se van tejiendo estos discursos que vinculan cultura de masas, sociedad de consumo y política, es Edward Bernays. Bernays, sobrino de Sigmund Freud, aplicó muchas de las teorías sobre el inconsciente para desarrollar su propia carrera como asesor de campañas tanto políticas como publicitarias. Junto a Walter Lippman, orquestó toda la campaña de propaganda para que EEUU entrara en la guerra contra Alemania, y desarrolló innumerables campañas publicitarias para las más importantes corporaciones norteamericanas. En su libro Propaganda (1928), argumenta que la manipulación de la opinión pública es una parte fundamental y necesaria de la democracia, y con sus teorías consolida idea de la masa como público manipulable, que a su vez es el principal agente de la sociedad de consumo. De acuerdo con sus ideas, la manipulación de las masas a través de la publicidad no sólo servía para vender un producto determinado, sino para educarlas en determinados comportamientos y roles. Así, la nueva sociedad capitalista se edificaba sobre la familia americana de clase media, que construía su identidad a través de los productos que consumía.
En medio de estos debates sobre la cultura de masas y la sociedad de consumo, Adorno y Horkheimer, filósofos de la escuela de Frankfurt, acuñan el término “industria cultural” en su obra “Dialéctica de la Ilustración” (1944) para se referirse, una vez más, a la nueva cultura producida por los medios de comunicación de masas. Describen el proceso de serialización y homogeneización y denuncian lo que de alguna manera defendía Bernays, es decir, que la industria cultural es una máquina de propaganda puesta al servicio del capital, y que utiliza las mismas técnicas que en su momento se utilizaron en la Alemania nazi.
En resumen, en esta época de las primeras décadas del s.XX la expresión “cultura de masas” contraponía la nueva cultura de los medios de comunicación y reproducción, a la vieja cultura elitista y sacralizada, producida por élites minoritarias, pero al mismo tiempo servía como repositorio de diferentes discursos ideológicos. Por eso desde su nacimiento, esta noción resultaba conflictiva, y se trataba de un paraguas que abarcaba todo tipo de productos, estilos, intenciones, mensajes, clases sociales, y audiencias. Lo interesante de todos estos enfoques, es que si bien su intención es muy diferente y a veces incluso opuesta -unos ven en la cultura masas una amenaza al status quo, como Arnold, Leavis o Rosenberg, mientras Ortega y Gasset o los pensadores de la escuela crítica lo que temen es precisamente que constituye un instrumento del sistema para controlar a la sociedad- todos van perpetuando esta idea de la cultura de masas como algo que hay que combatir.
Pero con el surgimiento del Centro de Estudios culturales de Birmingham (fundado por Richard Hoggart en 1967), por primer se empieza a revalorizar la cultura popular, y surge desde la Academia un interés por estudiar y comprender el potencial político de la cultura de las clases trabajadoras. Los estudios culturales, muy influenciados por Gramsci y Althusser , ven en la cultura popular una forma de escapar y contrarrestar el poder de la hegemonía. Raymond Williams en su obra “Culture and Society” (1958), habla de los logros de la cultura de la clase trabajadora, y en esta misma línea, como ya hemos visto, EP Thompson escribe en 1963 “The making of the English working”. Ya en la década de los 80, una segunda generación de la escuela de Birmingham, irá un paso más allá y pondrá en crisis la noción del espectador pasivo, proponiendo la figura del consumidor activo, capaz de descodificar y reinterpretar la ideología tras los mensajes, estamos hablando de Stuart Hall o Angela McRobbie.
El fin de la noción de cultura como civilización viene con todas las teorías postmodernas, los movimientos feministas, y los estudios postcoloniales que pondrán en crisis la cultura de las élites y la noción misma de civilización, para revalorizar por el contrario las culturas minoritarias y de los “otros”. Sin embargo, la cultura de masas, se continuará describiendo a lo largo de todo el s.xx como una cultura del consumismo, íntimamente ligada al modelo capitalista, al “american way of life” y a la Sociedad del Espectáculo .
Sin embargo, ya en el s. XXI, se habla de un nuevo tipo de cultura: la participativa en la cual el público ya no actúa como un consumidor pasivo, sino también como productor. Este salto cualitativo ha sido posible, por un lado, gracias a los avances tecnológicos en el campo de las comunicaciones y el abaratamiento de aparatos que permiten la autoedición y producción de objetos culturales. Y por otro lado, gracias a Internet, la web 2.0 y las redes sociales que facilitan la difusión de esos contenidos.
Términos como “crowdsourcing” o “prosumer” ponen de manifiesto este cambio de percepción de la masa como un ente pasivo que consume lo que le proporciona la industria cultural, a una audiencia que a la vez que consume, crea, produce y participa.
Este supuesto nuevo paradigma, es descrito por Henry Jenkins en su libro “Convergence Culture” (2008), término que describe cambios tecnológicos, pero sobre todo culturales y sociales, se trata “del flujo de contenido que pasa por múltiples plataformas de medios, a la cooperación entre múltiples industrias y al comportamiento migratorio de la audiencia de los medios de comunicación dispuesta a ir casi a cualquier lugar en búsqueda del tipo de experiencia de ocio que quiere”. Para Jenkins todo el sistema económico-cultural depende de la participación activa de los consumidores y el consumo se ha vuelto un proceso colectivo. Pero esta disolución de barreras entre ocio y cultura, donde recursos inmateriales como el conocimiento, la creatividad o los afectos se ponen al servicio de la economía capitalista también ha sido denominado capitalismo cognitivo por una serie de pensadores que precisamente lo que critican son las prácticas económicas centradas en el conocimiento como recurso productivo, dentro de la “sociedad de la información”, la sociedad del conocimiento o el capitalismo globalizado de finales del siglo XX y principios del XXI.